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        De la selva

        字號:

        LA TORTUGA GIGANTE
            Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy
            contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se
            enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo
            podría curarse. El no quería ir porque tenía hermanos chicos a quienes
            daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo
            suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
            -Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso
            quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre
            para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta,
            cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata
            adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
            El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos
            que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
            Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y
            bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas.
            Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco
            minutos una ramadal con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y
            fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el
            viento y la lluvia.
            Había hecho un atado con los cueros de los animales, y los llevaba al
            hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y
            las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes
            como una lata de querosene.
            El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito.
            Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacía dos
            días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre
            enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para
            meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre
            el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero
            el cazador que tenía una gran puntería le apuntó entre los dos ojos, y le
            rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo
            podría servir de alfombra para un cuarto.
            -Ahora-se dijo el hombre-voy a comer tortuga, que es una carne muy
            rica.
            Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la
            cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres
            hilos de carne.
            A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre
            tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó
            la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía
            más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado
            arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y
            pesaba como un hombre.
            La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin
            moverse.
            El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la
            mano sobre el lomo.
            La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó.
            Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.
            Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la
            garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba
            gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque
            tenía mucha fiebre.
            -Voy a morir- dijo el hombre-. Estoy solo, ya no puedo levantarme más,
            y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y
            de sed.
            Y al poco rato la fiebre subió más aun, y perdió el conocimiento.
            Pero la tortuga lo había oído y entendió lo que el cazador decía. Y ella
            pensó entonces:
            -El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me
            curó. Yo lo voy a curar a él ahora.
            Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y
            después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio
            de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de
            sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le
            llevó al hombre para que comiera, El hombre comía sin darse cuenta
            de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no
            conocía a nadie.
            Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada
            vez más ricas para darle al hombre y sentía no poder subirse a los
            árboles para llevarle frutas.
            El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y
            un día recobró el conocimiento, Miró a todos lados, y vio que estaba
            solo pues allí no había más que él y la tortuga; que era un animal. Y
            dijo otra vez en voz alta:
            -Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir
            aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme.
            Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
            Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que
            antes, y perdió de nuevo el conocimiento.
            Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
            -Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y
            tengo que llevarlo a Buenos Aires.
            Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas,
            acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó
            bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas
            para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al
            fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió
            entonces el viaje.
            La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche.
            Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y
            atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el
            hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar
            se detenía y deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho
            cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
            Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre
            enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería
            dormir.
            A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía
            tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua! a
            cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
            Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más
            cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba
            debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A
            veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre
            recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
            -Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me
            podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.
            El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta
            de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el
            camino.
            Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más.
            Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había
            comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más
            fuerza para nada.
            Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un
            resplandor que iluminaba todo el cielo, y no supo qué era. Se sentía
            cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el
            cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre
            que había sido bueno con ella.
            Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella
            luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir
            cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
            Pero un ratón de la ciudad-posiblemente el ratoncito Pérez-encontró a
            los dos viajeros moribundos.
            -¡Qué tortuga!-dijo el ratón-. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y
            eso que llevas en el lomo, que es? ¿Es leña?
            -No-le respondió con tristeza la tortuga-. Es un hombre.
            -¿Y dónde vas con ese hombre?-añadió el curioso ratón.
            -Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires-respondió la pobre tortuga en
            una voz tan baja que apenas se oía-. Pero vamos a morir aquí porque
            nunca llegaré...
            -¡Ah, zonza, zonza! -dijo riendo el ratoncito-. ¡Nunca vi una tortuga más
            zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es
            Buenos Aires.
            Al oir esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún
            tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
            Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico
            vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía
            acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera,
            a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo,
            y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se
            curó en seguida.
            Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había
            hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios no
            quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa,
            que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla
            en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
            Y asi pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen,
            pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos
            los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
            El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su
            amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere
            nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.
            LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS
            Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los
            sapos, a los flamencos y a los yacarés, y a los pescados. Los
            pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a
            la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían
            con la cola.
            Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un
            collar de bananas, y fumaban cigarrillos paraguayos. Los sapos se
            habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo; y caminaban
            meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios
            por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
            Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos
            pies. Además, cada una llevaba colgada como un farolito una
            luciérnaga que se balanceaba.
            Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin
            excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de
            cada víbora. Las víboras coloradas levaban una pollerita de tul
            colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo;
            y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de
            ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
            Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral que estaban
            vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban
            como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas
            apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como
            locos.
            Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen
            ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos
            estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían
            sabido como adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de
            las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de
            ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los
            flamencos se morían de envidia.
            Un flamenco dijo entonces:
            -Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,
            blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de
            nosotros.
            Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear
            en un almacén del pueblo.
            -¡Tan-tan!- pegaron con las patas.
            -¿Quién es?- respondió el almacenero.
            -Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
            -No, no hay-contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte
            va a encontrar medias así.
            Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
            -¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
            El almacenero contestó:
            -¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en
            ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quienes son?
            -Somos los flamencos- respondieron ellos.
            Y el hombre dijo:
            -Entonces son con seguridad flamencos locos.
            Fueron a otro almacén.
            -¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
            El almacenero gritó:
            -¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros
            narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en
            seguida!
            Y el hombre los echó con la escoba.
            Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes
            los echaban por locos.
            Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de
            los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
            -¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No
            van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en
            Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi
            cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las
            medias coloradas, blancas y negras.
            Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de
            la lechuza. Y le dijeron:
            -¡Buenas noches lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas,
            blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos
            esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
            -¡Con mucho gusto!- respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y
            vuelvo en seguida.
            Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las
            medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral,
            lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había
            cazado.
            -Aquí están las medias- les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada,
            sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un
            momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes
            quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van
            entonces a llorar.
            Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué
            gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los
            cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro
            de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron
            volando al baile.
            Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos
            les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y
            como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las
            víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas
            medias.
            Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar.
            Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban
            hasta el suelo para ver bien.
            Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban
            la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la
            lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es
            como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban
            sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
            Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las
            ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a
            que los flamencos se cayeran de cansados.
            Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más,
            tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado; En
            seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron
            bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y
            lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
            -¡No son medias!- gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han
            engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han
            puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de
            víboras de coral!
            Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban
            descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no
            pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se
            lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a
            mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos,
            enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.
            Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las
            víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin,
            viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los
            dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de
            baile.
            Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos
            iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que
            los habían mordido, eran venenosas.
            Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo
            un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas,
            estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días
            y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían
            siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
            Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos
            casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando
            de calmar el ardor que sienten en ellas.
            A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver
            cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y
            corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan
            grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no
            pueden estirarla.
            Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas
            y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y
            se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua,
            no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se
            acerca demasiado a burlarse de ellos.
            EL LORO PELADO
            Había una vez una banda de loros que vivía en el monte.
            De mañana temprano iban a comer choclos a la chacra, y de tarde
            comían naranjas. Hacían gran barullo con sus gritos, y tenían siempre
            un loro de centinela en los árboles más altos, para ver si venía alguien.
            Los loros son tan dañinos como la langosta, porque abren los choclos
            para picotearlos, los cuales, después, se pudren con la lluvia. Y como
            al mismo tiempo los loros son ricos para comer guisados, los peones
            los cazaban a tiros.
            Un día un hombre bajó de un tiro a un loro centinela, el que cayó herido
            y peleó un buen rato antes de dejarse agarrar. El peón lo llevó a la
            casa, para los hijos del patrón, los chicos lo curaron porque no tenía
            más que un ala rota. El loro se curó muy bien, y se amansó
            completamente. Se llamaba Pedrito. Aprendió a dar la pata; le gustaba
            estar en el hombro de las personas y con el pico les hacía cosquillas en
            la oreja.
            Vivía suelto, y pasaba casi todo el día en los naranjos y eucaliptos del
            jardín. Le gustaba también burlarse de las gallinas. A las cuatro o cinco
            de la tarde, que era la hora en que tomaban el té en la casa, el loro
            entraba también en el comedor, y se subía con el pico y las patas por el
            mantel, a comer pan mojado en leche. Tenía locura por el té con leche.
            Tanto se daba Pedrito con los chicos, y tantas cosas le decían las
            criaturas, que el loro aprendió a hablar. Decía: "¡Buen día. lorito!..."
            "¡Rica la papa!..." "¡Papa para Pedrito!..." Decía otras cosas más que
            no se pueden decir, porque los loros, como los chicos, aprenden con
            gran facilidad malas palabras.
            Cuando llovía, Pedrito se encrespaba y se contaba a sí mismo una
            porción de cosas, muy bajito. Cuando el tiempo se componía, volaba
            entonces gritando como un loco.
            Era, como se ve, un loro bien feliz, que además de ser libre, como lo
            desean todos los pájaros, tenía también, como las personas ricas, su
            five o'clock tea.
            Ahora bien: en medio de esta felicidad, sucedió que una tarde de lluvia
            salió por fin el sol después de cinco días de temporal, y Pedrito se puso
            a volar gritando:
            -"¡Qué lindo día, lorito!... ¡Rica papa!... ¡La pata, Pedrito!..."-y volaba
            lejos, hasta que vio debajo de él, muy abajo, el río Paraná, que parecía
            una lejana y ancha cinta blanca. Y siguió, siguió, siguió volando, hasta
            que se asentó por fin en un árbol a descansar.
            Y he aquí que de pronto vio brillar en el suelo, a través de las ramas,
            dos luces verdes, como enormes bichos de luz.
            -¿Qué será?-se dijo el loro-. "¡Rica, papa!..." ¿Qué será eso?... "¡Buen
            día, Pedrito!..."
            El loro hablaba siempre así, como todos los loros, mezclando las
            palabras sin ton ni son, y a veces costaba enterderlo. Y como era muy
            curioso, fue bajando de rama en rama, hasta acercarse. Entonces vio
            que aquellas dos luces verdes eran los ojos de un tigre que estaba
            agachado, mirándolo fijamente.
            Pero Pedrito estaba tan contento con el lindo día, que no tuvo ningún
            miedo.
            -¡Buen día, tigre!-le dijo-. "¡La pata, Pedrito!..."
            Y el tigre, con esa voz terriblemente ronca que tiene le respondió:
            -¡Bu-en-día!
            -¡Buen día, tigre! -repitió el loro-. "¡Rica papa!... ¡rica papa!... ¡rica
            papa!..."
            Y decía tantas veces "¡rica papa!" porque ya eran las cuatro de la tarde,
            y tenía muchas ganas de tomar té con leche. El loro se había olvidado
            de que los bichos del monte no toman té con leche, y por esto lo
            convidó al tigre.
            -¡Rico té con leche!- le dijo-. "¡Buen día, Pedrito!..." ¿Quieres tomar té
            con leche conmigo, amigo tigre?
            Pero el tigre se puso furioso porque creyó que el loro se reía de él, y
            además, como tenía a su vez hambre se quiso comer al pájaro
            hablador. Así que le contestó:
            -¡Bue-no! ¡Acérca-te un po-co que soy sordo!
            El tigre no era sordo; lo que quería era que Pedrito se acercara mucho
            para agarrarlo de un zarpazo. Pero el loro no pensaba sino en el gusto
            que tendrían en la casa cuando él se presentara a tomar té con leche
            con aquel magnífico amigo. Y voló hasta otra rama más cerca del
            suelo.
            -¡Rica papa, en casa! -repitió, gritando cuanto podía.
            -¡Más cer-ca! ¡No oi-go!-respondió el tigre con su voz ronca.
            El loro se acercó un poco más y dijo:
            -¡Rico té con leche!
            -¡Más cer-ca toda-vía!- repitió el tigre.
            El pobre loro se acercó aun más, y en ese momento el tigre dio un
            terrible salto, tan alto como una casa, y alcanzó con la punta de las
            uñas a Pedrito. No alcanzó a matarlo, pero le arrancó todas las plumas
            del lomo y la cola entera. No le quedó una sola pluma en la cola.
            -¡Tomá! - Rugió el tigre-. Andá a tomar té con leche...
            El loro, gritando de dolor y de miedo, se fue volando, pero no podía
            volar bien, porque le faltaba la cola que es como el timón de los
            pájaros. Volaba cayéndose en el aire de un lado para otro, y todos los
            pájaros que lo encontraban se alejaban asustados de aquel bicho raro.
            Por fin pudo llegar a la casa, y lo primero que hizo fue mirarse en el
            espejo de la cocinera. ¡Pobre Pedrito! Era el pájaro más raro y más feo
            que puede darse, todo pelado, todo rabón y temblando de frío. ¿Cómo
            iba a presentarse en el comedor; con esa figura? Voló entonces hasta
            el hueco que había en el tronco de un eucalipto y que era como una
            cueva, y se escondió en el fondo, tiritando de frío y de vergüenza.
            Pero entretanto, en el comedor todos extrañaban su ausencia:
            -¿Dónde estará Pedrito?- decían. Y llamaban ¡Pedrito! ¡Rica papa,
            Pedrito! ¡Té con leche, Pedrito!
            Pero Pedrito no se movía de su cueva, ni respondía nada, mudo y
            quieto. Lo buscaron por todas partes, pero el loro no apareció. Todos
            creyeron entonces que Pedrito había muerto, y los chicos se echaron a
            llorar.
            Todas las tardes, a la hora del té, se acordaban siempre del loro, y
            recordaban también cuánto le gustaba comer pan mojado en té con
            leche. ¡Pobre Pedrito! Nunca más lo verían porque había muerto.
            Pero Pedrito no había muerto, sino que continuaba en su cueva sin
            dejarse ver por nadie, porque sentía mucha vergüenza de verse pelado
            como un ratón. De noche bajaba a comer y subía en seguida. De
            madrugada descendía de nuevo, muy ligero, e iba a mirarse en el
            espejo de la cocinera, siempre muy triste porque las plumas tardaban
            mucho en crecer.
            Hasta que por fin un día, o una tarde, la familia sentada a la mesa a la
            hora del té vio entrar a Pedrito muy tranquilo, balanceándose como si
            nada hubiera pasado. Todos se querían morir, morir de gusto cuando lo
            vieron bien vivo y con lindísimas plumas.
            -¡Pedrito, lorito!- le decían-. ¡Qué te pasó, Pedrito! ¡Qué plumas
            brillantes que tiene el lorito!
            Pero no sabían que eran plumas nuevas, y Pedrito, muy serio, no decía
            tampoco una palabra. No hacía sino comer pan mojado en té con
            leche. Pero lo que es hablar, ni una sola palabra.
            Por eso, el dueño de casa se sorprendió mucho cuando a la mañana
            siguiente el loro fue volando a pararse en su hombro, charlando como
            un loco. En dos minutos le contó lo que había pasado: Un paseo al
            Paraguay, su encuentro con el tigre, y lo demás; y concluía cada
            cuento cantando:
            -¡Ni una pluma en la cola de Pedrito! ¡Ni una pluma! ¡Ni una pluma!
            Y lo invitó a ir a cazar al tigre entre los dos.
            El dueño de casa, que precisamente iba en ese momento a comprar
            una piel de tigre que le hacía falta para la estufa, quedó muy contento
            de poderla tener gratis. Y volviendo a entrar en la casa para tomar la
            escopeta, emprendió junto con Pedrito el viaje al Paraguay.
            Convinieron en que cuando Pedrito viera al Tigre, lo distraería
            charlando, para que el hombre pudiera acercarse despacito con la
            escopeta.
            Y así pasó. El loro, sentado en una rama del árbol, charlaba y charlaba,
            mirando al mismo tiempo a todos lados, para ver si veía al tigre. Y por
            fin sintió un ruido de ramas partidas, y vio de repente debajo del árbol
            dos luces verdes fijas en él: eran los ojos del tigre.
            Entonces el loro se puso a gritar:
            -¡Lindo día!... ¡Rica papa!... ¡Rico té con leche!... ¿Querés té con
            leche?. ..
            El tigre enojadísimo al reconocer a aquel loro pelado que él creía haber
            muerto, y que tenía otra vez lindísimas plumas, juró que esa vez no se
            le escaparía, y de sus ojos brotaron dos rayos de ira cuando respondió
            con su voz ronca:
            -¡Acer-ca-te más! ¡Soy sor-do!
            El loro voló a otra rama más próxima, siempre charlando:
            -¡Rico, pan con leche! ... ¡ESTA AL PIE DE ESTE ARBOL ! ...
            Al oír estas últimas palabras, el tigre,lanzó un rugido y se levantó de un
            salto.
            -¿Con quién estás hablando?- bramó-. ¿A quién le has dicho que estoy
            al pie de este árbol?
            -¡A nadie, a nadie!- gritó el loro-. "¡Buen día, Pedrito! ... ¡La pata, lorito!
            ... "
            Y seguía charlando y saltando de rama en rama, y acercándose. Pero
            él había dicho: está al pie de este árbol para avisarle al hombre, que se
            iba arrimando bien agachado y con la escopeta al hombro.
            Y llegó un momento en que el loro no pudo acercarse más, porque si
            no, caía en la boca del tigre, y entonces gritó:
            -"¡Rica papa! ... " ¡ATENCION!
            -¡Más cer-ca aun!- rugió el tigre, agachándose para saltar.
            -¡Rico, té con leche!... ¡CUIDADO VA A SALTAR!
            Y el tigre saltó, en efecto. Dio un enorme salto, que el loro evitó
            lanzándose al mismo tiempo como una flecha en el aire. Pero también
            en ese mismo instante el hombre, que tenía el cañón de la escopeta
            recostado contra un tronco para hacer bien la puntería, apretó el gatillo,
            y nueve balines del tamaño de un garbanzo cada uno entraron como
            un rayo en el corazón del tigre, que lanzando un bramido que hizo
            temblar el monte entero, cayó muerto.
            Pero el loro, ¡qué gritos de alegría daba! ¡Estaba loco de contento,
            porque se había vengado- ¡y bien vengado!- del feísimo animal que le
            había sacado las plumas!
            El hombre estaba también muy contento, porque matar a un tigre es
            cosa difícil, y, además, tenía la piel para la estufa del comedor.
            Cuando llegaron a la casa, todos supieron por qué Pedrito había
            estado tanto tiempo oculto en el hueco del árbol y todos lo felicitaron
            por la hazaña que había hecho.
            Vivieron en adelante muy contentos. Pero el loro no se olvidaba de lo
            que le había hecho el tigre, y todas las tardes, cuando entraba en el
            comedor para tomar el té se acercaba siempre a la piel del tigre,
            tendida delante de la estufa, y lo invitaba a tomar té con leche.
            -¡Rica papa!... -le decía-. ¿Querés té con leche?. ¡La papa para el
            tigre!...
            Y todos se morían de risa. Y Pedrito también.
            LA GUERRA DE LOS YACARES
            En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el
            hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.
            Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo
            pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban
            sobre el agua cuando había noches de luna.
            Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras
            dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza
            porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó
            efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que
            dormía a su lado.
            -¡Despiértate!- le dijo-. Hay peligro.
            -¿Qué cosa?- respondió el otro, alarmado.
            -No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un
            ruido desconocido.
            El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron
            a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la
            cola levantada.
            Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.
            Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido
            de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.
            Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?
            Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo
            yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de
            la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de
            repente:
            -¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca
            por la nariz! El agua cae para atrás.
            Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de
            miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:
            -¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!
            Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más
            cerca.
            -¡No tengan miedo!- les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene
            miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!
            Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida
            volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en
            humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el
            agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando
            solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar
            delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el
            agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por
            aquel río.
            El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron
            saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había
            engañado, diciéndoles que eso era una ballena.
            -¡Eso no es una ballena!- le gritaron en las orejas, porque era un poco
            sordo-. ¿Qué es eso que pasó?
            El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y
            que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.
            Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se
            había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia
            pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!
            Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.
            Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos
            se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más
            pescados.
            -¿No les decía yo?- dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada
            que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana.
            Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando
            no tengan más miedo.
            Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron
            pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo
            que oscurecía el cielo.
            -Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y
            pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a
            tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.
            -Sí, un dique! Un dique!- gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la
            orilla-. Hagamos un dique!
            En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y
            echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y
            quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la
            especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los
            empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un
            metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni
            chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados.
            Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.
            Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.
            Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué
            les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí
            no iba a pasar.
            En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los
            hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa
            atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les
            impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y
            miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado
            el vapor.
            El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los
            yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y
            los hombres del bote gritaron:
            -¡Eh, yacarés!
            -¡Qué hay!- respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los
            troncos del dique.
            -¡Nos esta estorbando eso!- continuaron los hombres.
            -¡Ya lo sabemos!
            -¡No podemos pasar!
            -¡Es lo que queremos!
            -¡Saquen el dique!
            -¡No lo sacamos!
            Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y
            gritaron después:
            -¡Yacarés!
            -¿Qué hay?- contestaron ellos.
            -¿No lo sacan?
            -¡No!
            -¡Hasta mañana, entonces!
            -¡Hasta cuando quieran!
            Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos,
            daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí
            y siempre, siempre, habría pescados.
            Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el
            buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era
            otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué
            nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no.
            ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!
            -¡No, no va a pasar!- gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada
            cual a su puesto entre los troncos.
            El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro
            bajó un bote que se acercó al dique.
            Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:
            -¡Eh, yacarés!
            -¡Qué hay! - respondieron éstos.
            -¿No sacan el dique?
            -No.
            -¿No?
            -¡No!
            -Está bien- dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a
            cañonazos.
            -¡Echen!- contestaron los yacarés.
            Y el bote regresó al buque.
            Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un
            acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido
            una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de
            gritar a los otros yacarés:
            -¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado!
            ¡Escóndanse!
            Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron
            hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos
            únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió
            una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una
            enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o
            tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y
            otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un
            pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni
            una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por
            el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la
            nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a
            toda fuerza.
            Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:
            -Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.
            Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con
            troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y
            estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra
            llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.
            -¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.
            -¡Qué hay!- respondieron los yacarés.
            -¡Saquen ese otro dique!
            -¡No lo sacamos!
            -¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!
            -¡Deshagan... si pueden!
            -¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo
            dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.
            Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un
            horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta
            vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos,
            hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda
            reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y
            así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada,
            nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los
            hombres les hacían burlas tapándose la boca.
            -Bueno- dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a
            morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no
            volverán.
            Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.
            El viejo yacaré dijo entonces:
            -Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí.
            Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El
            vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un
            torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy
            enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que
            muramos todos.
            El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían
            comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más
            relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver
            al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná,
            y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen
            hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.
            -¡Eh, Surubí!- gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta,
            sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.
            -¿Quién me llama?- contestó el Surubí.
            -¡Somos nosotros, los yacarés!
            -¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de
            mal humor.
            Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:
            -¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje
            hasta el mar!
            Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.
            -¡Ah, no te había conocido!- le dijo cariñosamente a su viejo amigo-.
            ¿Qué quieres?
            -Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por
            nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un
            acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó
            también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de
            hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.
            El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:
            -Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo
            que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el
            torpedo?
            Ninguno sabía, y todos callaron.
            -Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer
            eso.
            Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con
            otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de
            aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de
            una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y
            se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como
            las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se
            habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del
            último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el
            torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban,
            saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al
            torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la
            corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar
            donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida
            otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del
            Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un
            dique realmente formidable.
            Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del
            dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el
            oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se
            treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.
            -¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.
            -¡Qué hay!- respondieron los yacarés.
            -¿Otra vez el dique?
            -¡Sí, otra vez!
            -¡Saquen ese dique!
            -¡Nunca!
            -¿No lo sacan?
            -¡No!
            -¡Bueno; entonces, oigan- dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique,
            y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a
            ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo-ni grandes, ni
            chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo
            yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de
            la boca.
            El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba,
            le dijo:
            -Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos.
            ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió,
            abriendo su inmensa boca.
            -¿Qué van a comer, a ver?- respondieron los marineros.
            -A ese oficialito- dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.
            Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del
            dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo
            hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En
            seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla,
            dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se
            hundió al lado de su torpedo.
            De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer
            cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del
            dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.
            Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el
            dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el
            torpedo:
            -Suelten el torpedo, ligero, suelten!
            Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.
            En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el
            torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo
            ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó
            contra el buque.
            ¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo
            cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar
            en astillas otro pedazo del dique.
            Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo
            vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo.
            Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado
            para que el torpedo no lo tocara.
            Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el
            centro, y reventó.
            No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el
            torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el
            aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones,
            lanchas, todo.
            Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.
            Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los
            hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río
            arrastraba.
            Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos
            lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban
            tapándose la boca con las patas.
            No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo
            cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba
            vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes
            de boca se lo comió.
            -¿Quién es ése?- preguntó un yacarecito ignorante.
            -Es el oficial- le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido
            que lo iba a comer, y se lo ha comido.
            Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya,
            puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se
            había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se
            los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo
            yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el
            cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus
            grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del
            Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a
            las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando ante
            los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.
            Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las
            gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los
            pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy
            felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y
            buques que llevan naranjas.
            Pero no quieren saber nada de buques de guerra.
            LA GAMA CIEGA
            Había una vez un venado - una gama-, que tuvo dos hijos mellizos,
            cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y
            quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le
            hacían siempre cosquillas en los costados.
            Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración
            de los venados. Y dice así:
            I
            Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas
            son venenosas.
            II
            Hay que mirar bien el río y quedarse quieta antes de bajar a bebe